Familias sin hogar (ni casa)
mientras los pisos están vacíos. Bancos, cajeros automáticos y soportales poblados
de personas, de seres humanos que no disponen, a día de hoy, no ya de casa sino
de un simple albergue. Ancianos cuya pensión no llega, tras acoquinar las
medicinas con sus repagos, la luz, el agua y la comida que un octogenario pueda
consumir, para comprar un simple regalo a sus nietos por Navidad o cumpleaños.
Viudas cuyo fondo de cartera no alcanza, ni siquiera, para las medicinas que
les son necesarias para vivir. Treintañeros postrados en las farolas de las
plazas mayores de nuestros pueblos, consumiendo su vigorosidad y fuerza en nada
mientras sus hijas e hijos crecen de la caridad de las familias, quién las
tiene, o de los servicios sociales y ONGS. Listas de espera sanitarias que superan, en algunos casos, la esperanza de
vida de algunas personas. Medicinas, complementos y potingues “necesarios” para
la ciudadanía fuera de la carta de servicios y, por tanto, de la subvención,
hoy más pequeña, del Estado. Casas congeladas cuyos moradores, al menos por ahora,
tienen que elegir entre comer y calentarse. Detenidos por gritar contra las
injusticias palpables y que están a la vista de todos. Colas interminables
pero, en este caso, no para ver la última de Sean Penn sino para recibir un
cuenco de comida o sellar, como si sirviera para algo más que para mantener una
ficticia posibilidad de empleo, la arrugada “cartilla del paro.”
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